Fui, vi y escribí: las esclavas sexuales de la Segunda Guerra y un perdón que nunca llegó

Una nueva película argentina recupera la historia de un crimen de guerra aún impune. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

PorHinde Pomeraniec

A comienzos de la década del 90, dieciséis mujeres coreanas de las llamadas «comfort women» iniciaron el reclamo en los tribunales para conseguir el perdón y la reparación de parte del gobierno japonés.

Hace casi diez años leí por casualidad un artículo que hablaba de un crimen de guerra del que hasta ese día no tenía noticia. Fue entonces cuando supe que muchas mujeres habían sido víctimas de una red de esclavitud sexual organizada por un país central, en el marco de la Segunda Guerra Mundial.

En pocos meses escribí sobre el tema más de un artículo y pude entrevistar en su casa a una sobreviviente coreana de aquella red, en lo que fue una de las notas más importantes que creo haber conseguido en mis años de profesión. Me emocionó mucho conocerla, escucharla y más aún al advertir que había aceptado hacer la nota porque tenía como misión darme un mensaje que, a partir de ese momento, iba a llevar conmigo ahí donde fuera y para siempre.

Por eso, hoy quiero recomendarte una película argentina pronta a estrenarse que me gustó mucho y que tiene que ver con aquellas mujeres esclavizadas en un contexto de guerra.

Y también voy a hablarte sobre una chica argentina de origen coreano que descubre la fuerza de su identidad al conocer esta historia de trata. Además, voy a recordar detalles de la charla con aquella anciana extraordinaria, que durante años reclamó por la causa de los abusos pero que finalmente murió sin conseguir un pedido de perdón sincero y una compensación por el padecimiento sufrido.

En «Partió de mí un barco llevándome», Celia Chang cuenta la historia de una joven actriz (Melanie Chang) que se reencuentra con sus raíces a partir de la historia de las «mujeres de consuelo».

La voz de la víctima

Melanie tiene 26 años, es actriz y además trabaja en el local de venta de ropa de su madre, en Flores. Melanie es una joven argentino-coreana que trabaja en el negocio familiar por una suerte de mandato, aunque no le gusta. Lo que ella quiere es actuar, crecer como actriz.

En Partió de mí un barco llevándome, la película de Cecilia Kang que, entre otros galardones, se alzó con el Premio Especial del Jurado y el Premio del Público de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Melanie —interpretada por Melanie Chang— es el centro de una trama entre dos países, dos culturas y dos momentos históricos.

La película arranca con un casting y sigue con Melanie, ya seleccionada para protagonizar un film en el que le toca leer el testimonio de una mujer coreana de la vida real, Hwang Geum-Ju, una de las jovencitas que fueron arrancadas de sus casas en los países ocupados por el ejército y la armada imperial japoneses, entre los años 1938 y 1945, y que luego fueron llevadas a diferentes territorios como esclavas sexuales.

La letra del testimonio que debe aprender Melanie, una letra que practica mientras se lava los dientes, hace ejercicios con una amiga o recita frente a su madre, cuenta parte de la historia de las llamadas “comfort women” (wianbu, en coreano), un capítulo oprobioso de la Segunda Guerra, que tensa aún las relaciones entre Japón y países como Corea del Sur, China y Filipinas.

Melanie aprende esa letra, reflexiona sobre aquello que dice y mientras tanto vive su vida de estudiante de clase media porteña que trabaja en el negocio familiar. Cuanto más repite la letra, más conciencia toma de aquella atrocidad por lo que pasaron Hwang y todas las demás. Cuanto más la dice en voz alta, más cerca se siente de ellas y de su cultura, pero también de su mamá, porque es esa historia ocurrida hace casi ochenta años y al otro lado del mundo la que la lleva a bucear en los episodios de violencia doméstica de los que logró escapar su propia madre.

El hermano mayor de Melanie vive en Seúl, y hacia allá parte la chica en la segunda mitad de la película, en la que se profundiza el tema de la identidad y las dificultades para entender de dónde venimos o de dónde somos. Y quiénes somos. Melanie parece una chica distante de lo familiar, alguien que poco a poco comienza a descubrir el camino de las emociones y el encuentro con su hermano va en esa dirección.

Ella llega con una bolsa de golosinas criollas y él se entusiasma con eso al borde de las lágrimas. La escena en la que los hermanos comparten esos dulces que los conducen a la infancia “de una patada”, como dice él, es uno de los grandes momentos de la película, a pura emoción y ternura

En la segunda parte de la película de Chang, el personaje central viaja a Seúl a visitar a su hermano, quien decidió vivir en el país de sus orígenes.

El título del film proviene de un poema de Alejandra Pizarnik (explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome) y concentra la idea central del argumento y de las historias pasadas y actuales.

Me gustan mucho el tono y la luz de la película de Kang. Me gusta la cámara a la manera de documental y el juego entre realidad y ficción que se da entre la vida de Melanie y su cotidianeidad (que incluye un encuentro extraordinario con Julio Chávez, en su calidad de profesor de teatro) pero también el pasado opresivo que sigue siendo una herida abierta.

No hay números oficiales de cuántas mujeres fueron llevadas engañadas porque no hay documentos salvo los testimonios, pero las cifras van de 50.000 a 400.000. Había niñas de 12 años entre ellas.

Las cosas por su nombre

“Mujeres de solaz” o “mujeres de consuelo” suelen ser el modo en que se traduce al español el concepto de “comfort women”, la forma inglesa que esconde una mentira y una barbarie. Las víctimas y también quienes acompañan su reclamo prefieren hablar de “esclavas sexuales”.

No se sabe cuántas fueron las muchachas secuestradas o engañadas por los militares japoneses con falsas promesas de buenos trabajos; no hay manera de saberlo porque no quedan registros de esas bestialidades. Sin embargo, fuentes respetables hacen cálculos que van desde los 50.000 a los 200.000 y hasta los 400.000, si esas fuentes son chinas.

El año próximo van a cumplirse 80 años del fin de la Segunda Guerra y todavía las pocas sobrevivientes que quedan no han conseguido que el gobierno japonés responda por el daño definitivo al que sometió a esas mujeres y pague por ello.

Según las cifras tentativas de las que te hablaba recién, la mitad de esas chicas eran coreanas y un 30% eran chinas. El resto eran filipinas, indonesias, birmanas y de otros países, incluidas algunas jóvenes europeas nacidas en las colonias. El inicio de esta práctica por parte de las autoridades japonesas buscó “estimular moralmente” a los soldados y mantener controlado el tema de las enfermedades de transmisión sexual.

Las sobrevivientes surcoreanas de las llamadas «comfort women» Lee Ok-sun y Gil Won-ok, durante una conferencia en Seul, Corea del Sur, en noviembre de 2019. (REUTERS/Kim Hong-Ji)

Así comenzaron a funcionar las llamadas “estaciones de confort”, eufemismo con el que se conocieron los prostíbulos adonde, junto con mujeres que ejercían la prostitución a conciencia, arrastraron a las chicas, algunas de ellas de 12 años, quienes una vez allí eran obligadas a recibir a decenas de militares a diario.

Violaciones, golpes y torturas fueron sistemáticos; muchas padecieron traumas que no cesaron con el paso de los años. Si bien algunas lograron rearmar sus vidas y hasta armar una familia, otras optaron por vivir su secreto a solas. Muchas de esas mujeres quedaron estériles como resultado de la aplicación de fuertes dosis de mercurio que les inoculaban los médicos militares para evitar las enfermedades venéreas, una de las grandes obsesiones de los japoneses en el cuidado de sus hombres.

Pese a que hubo soldados estadounidenses que documentaron estas prácticas al final de la guerra y a que algunos historiadores las mencionaron en los 70, las víctimas recién consiguieron alzar su voz a principios de los 90. Sucedió cuando dieciséis ancianas coreanas le exigieron al gobierno japonés una disculpa y una compensación, que llegó como acuerdo primero a través de un discutido documento oficial de 1993 y, un año más tarde, por medio de un pedido de perdón del entonces primer ministro socialista Tomiichi Murayama.

Los primeros en hablar sobre este crimen de guerra fueron los norteamericanos, al final de la guerra. En esta imagen, varias mujeres de las que eran obligadas a estar en las «estaciones de confort» hablan con dos soldados.

También en 2001 hubo un reconocimiento por parte del entonces premier Junichiro Koizumi, pero los siguientes gobiernos retrocedieron en esta visión y dejaron de reconocer el daño. De hecho, para el expremier revisionista Shinzo Abe (quien estuvo en el cargo entre 2006 y 2007 y luego entre 2012 y 2020, y fue asesinado en 2022), no estaba probado que las llamadas “comfort women” hubieran sido obligadas a tener sexo con los militares. Para él, eran mujeres que ejercían la prostitución o buscaban ganar dinero a través del sexo.

Esto sostienen también en un libro reciente dos expertos en estudios japoneses, que cuestionan la historia de las “comfort women”, en línea con la actual tendencia ultraconservadora que se instala mundialmente en respuesta a la ola feminista dominante años atrás.

En The Comfort Women Hoax. A Fake Memoir, North Korean Spies, and Hit Squads in the Academic Swamp (El engaño de las mujeres de consuelo. Unas memorias falsas, espías norcoreanos y escuadrones de asalto en el pantano académico), Mark Ramseyer, profesor de estudios japoneses en Harvard y Jason Morgan, traductor y profesor en una universidad japonesa, buscan desmentir la versión acerca de que las jóvenes llegaban engañadas a las “estaciones de confort”.

Esta mirada o versión de los hechos acompaña la opinión de la derecha japonesa, que siempre sostuvo que las mujeres de solaz o de confort eran equivalentes a las prostitutas reconocidas por el Estado bajo el sistema de prostitución con licencia de Japón. Cuando se habla de una prostituta autorizada, se está hablando de una trabajadora sexual que firma un contrato con el dueño de un burdel y opera públicamente.

Esas afirmaciones aparecieron en Japón después de 1993 y comenzaron a difundirse seriamente a través de un libro llamado Tribalismo antijaponés, que se publicó en 2019 y, en 2021, fue Ramseyer, uno de los autores del libro que mencioné primero, quien las desarrolló en un artículo que en su momento provocó una enorme reacción que le valió la cancelación en circuitos académicos.

Por su parte, el experto coreano en las relaciones bilaterales entre Corea y Japón Yuji Hosaka desmintió estas impugnaciones en un artículo de The Diplomat, también de 2021, en el que habla de las razones por las que no prosperó el acuerdo sobre el tema. Allí trató de “falsas” las afirmaciones de Ramseyer.

“Bajo el sistema de prostitución autorizada, era esencial que los proxenetas y las mujeres intercambiaran contratos para proteger los derechos mínimos de las mujeres. Sin embargo, en el caso de las ‘mujeres de confort’ surcoreanas, no hay evidencia de tales contratos. El mismo Ramseyer lo admitió al señalar que ‘no he podido encontrarlos’”.

Hay también otra evidencia que refuta la idea de que las “mujeres de confort” actuaban como las prostitutas autorizadas en Japón. Cita Yuji Hosaka: “‘Sin ningún documento, compran a las hijas de campesinos pobres como si fueran trata de personas, las hacen trabajar y las desechan como esclavas. De esta manera, no había esperanza de obtener la libertad hasta la muerte’, escribió un cirujano militar japonés en su diario de guerra (publicado en 1983). Este testimonio apoya firmemente la afirmación de que las mujeres de solaz eran esclavas sexuales”.

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Origen: infobae

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